No hay peor dolor que el de una venganza. El de una venganza inacabable, silenciosa y aparentemente débil.
Débil, como mis lágrimas al resbalar por mis mejillas. Frágil, como mis manos al desnudar lo que se escondía tras el brillo opaco de tu mirada.
Lanzo y comienzo el desafío a tu minucioso plan llevado a cabo entre las sábanas que nos cubrían en invierno, las flores que crecían a nuestro lado en primavera, la brisa que nos hacía sentir vivos cada tarde de verano, las hojas de otoño que pisábamos de la mano. Cada estación a mi lado, mientras tu sitio se encontraba al lado de alguien que no era yo.
Me haces sentir tan estúpida. Haces creerme tan inferior ahora… inferior al alto nivel de tu capacidad para despedazar las ilusiones de alguien.
Daré la espalda a tu recuerdo, al sonido de nuestros pasos, al colchón que guarda tu silueta, a la página de aquel periódico donde plasmaste el peor corazón dibujado que jamás vi, a los libros que llevan tu dedicatoria, a tu inútil encanto perpetuo, al olor vainilla de las velas reposadas sobre la noche, a cada regalo comprado para comprarme, a los te quiero cargados de veneno, a los besos plantados en mis labios para sellar mis dudas sin dar respuesta.
Cuando me pregunten, trataré de no admitir que dependí de tu sonrisa. Simplemente diré que la venganza es un plato que se sirve frío.
© Ana Ortiz A.
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