Escribo cuando pauso mi mirada en algún punto fijo de la ventana y veo que llueve, o cuando mi mente se queda en blanco y de repente las ideas retornan a mi cabeza. No lo hago por interés, simplemente llevo mucho tiempo desahogándome a través de la escritura. En el momento en que las teclas suenan, siento que nadie ni nada puede interrumpirme, solamente yo soy dueña de mis palabras. El hecho de saber que siempre -o casi siempre- podré escribir sin que nadie me juzgue por ello, me anima a colgar algunos de mis textos "razonables" o algunas de mis locuras mentales pasadas a un texto de Word del pc. No es más que eso.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Tan ingenua

Fui tan ingenua que creí que aún me amabas. Sentí que las horas que transcurrían respirando tu mismo aire, solo podrían hacerme sentir más viva.

Como si del suave tacto de una pluma se tratase, me rozaban tus labios. Temblorosos, la verdad, pero quise creer que tan solo el frío era la causa.

Tus manos seguían tan gélidas como siempre, pero lo noté menos pues también parecía hielo lo que corría por mi sangre en ese momento.

“Adiós”. Y…¿te vas así?, ¿sin más?. Explícamelo, dime que tu boca trémula tan solo quiere besarme, dime que la razón esta vez no le ha ganado al corazón y que tus pasos aún siguen a los míos.

Tus manos nerviosas te delatan, tu voz cambia y se enmudece al pronunciar las palabras que jamás quise oírte decir: “no quiero seguir engañándote”.

Nunca vi apagarse una mirada con tanta nostalgia. Supe que echabas algo de menos.

Extrañabas el no temblar a mi lado, el poder percibir el calor de mi cuerpo si me abrazabas. Yo intentaba agarrarte lo más fuerte que pude para que supieses que te necesitaba. Que te necesitaba y que te necesito. Que mi felicidad tiende a desaparecer si te observo desde lejos, sabiendo que tú no me devolverás la mirada. Sabiendo que mientras tú duermas y te adentras en el más profundo de los sueños, yo trato de atrapar cada grito de rabia que causan mis sollozos para no despertar a nadie.

Me pregunto cómo es posible que alguien te haga tanto daño que casi te sangre el corazón. Como para que pierdas las ganas de sentir el resto del mundo, de darle sentido a lo que pasa a tu alrededor y, si eres tan débil como yo, de hablar.

¿Sabes? Antes era tan ingenua que creía que me amabas.

Ahora soy tan ingenua que creo que volverás.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Yo camino a su lado.

Entonces fue cuando ella notó como si su mundo se estuviese acabando. Como si las palabras de las que quería huir y jamás saber nada, la perseguían para alcanzarla y así aferrarse a ella.
Cuando las caricias escaparon entre sus manos y las huellas de sus besos desaparecieron de su piel por completo. Sintió vacío.
Todavía recordaba las últimas palabras que la hicieron sonreír, las únicas últimas palabras con las que quería quedarse para el resto de su vida si realmente de definitivas se trataban.
Ultimaba el llanto con una frase que nunca terminó de convencerla, pero engañarse una vez más no le costaría mucho.
La satisfacción de sentirse completa, se esfumó.
Son cicatrices que se podrán reconocer en cualquier momento. Noté que su rostro volvía a mostrar amargura. Supe que alguien le había hecho mal, pero no terminé de reconocer su tristeza.
Ella siempre me dice que llorar hace más fuerte. Pero cuando ella llora, siente que la fuerza que necesita se escapa con sus lágrimas. Siente que se desnuda al mundo y que la debilidad acude a ella, pidiéndole que jamás la abandone en momentos así. Es incapaz de rechazarla.
Camino a su lado y se mantiene callada. Agacha la cabeza y sé que no se encuentra bien. Tenía las mejillas húmedas y los ojos cansados de forzarlos para no llorar.
Sé que nunca llora en público, hasta que no aguanta más y busca desesperadamente alguien que en quien apoyar su cuerpo derrotado.
La gente sigue ahí, rodeándola. Me susurra y promete que todas las miradas que la observan tienen los ojos de esa persona. Los ojos de la persona que le arrancó la sonrisa de golpe. Él.
El desvelo que la retiene en el recuerdo cada noche hace que hasta sus sábanas extrañen su presencia, su olor.
Cree ver su sombra por todas partes. Intenta alcanzarla, aunque tan solo sea para tocar su silueta una vez más. Mientras ella se acerca, él promete amarla siempre, no abandonarla. Pero conforme la distancia entre ellos dos disminuye, el sonido de sus palabras se va debilitando más y más, hasta no poder percibir su voz. La sombra se difumina y todo vuelve a quedar en una promesa que tal vez no se cumplió.
La palabra olvido sonaba demasiado fría. Quedaba demasiado grande a su mente y corazón. Todo lo que tuviese que ver con él, y con el verbo olvidar no le cuadraba ni con las más lógicas reflexiones. Su corazón había quedado en pause tras notar cómo la verdad se coló en sus falsas esperanzas.
Mantenerse al margen de sus palabras nunca fue posible para ella. Cada término, cada verbo que él utilizaba para prolongar la vida a su lado un segundo más, es ahora una barata excusa que ella usa para esconderse tras la dificultad de asimilar que se fue.
El brillo de sus ojos se debilita cuando pasa alrededor de un lugar en el que aún cree ver las huellas que los dos dejaron, o cuando tan solo recuerda una palabra que un día pronunciaron sus labios. Una palabra tan estúpida como siempre.

martes, 18 de noviembre de 2008

Hipocresía

Escoria escondida

entre la más profunda oscuridad.

Confusión al notar

que todo lo que gira a tu alrededor

te atrapa.


Fúnebre capa que todo lo tiñe

del color negro hipócrita.

Delirio por la mentira,

lujuria si respiro engaño.


El dominio de lo irreal,

de lo fantástico,

estupendo al ser invisible

al convertirlo todo transparente.


Traspasar con mis temblorosas manos

la simple e inocente verdad

y descubrir bazofia,

oculta entre sonrisas, entre murmullos.


Ambiguo rostro que solo encubre

rumores, falsas palabras.

Oración a lo nunca creído,

idolatría a aquel que sella sus labios

con sucia sabiduría.


Adversos ojos

aliados con la inocencia

alimentan la experiencia de conocer

la diversidad del fracaso.

Contra ellos, en mi contra… siempre es fracaso.


Explico el fracaso

de lo imaginado

por una mente desvanecida,

una mente ahora deteriorada

avivada mediante creencias de encontrarse

en el mayor peldaño.


Sonrisa desgastada por la inquietud

que conlleva tratar de alcanzar

la felicidad con una simple mano.


Tumulto de almas

luminiscentes, que tratan ante todo

de cegarme por completo.

© Ana Ortiz A.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Venganza

No hay peor dolor que el de una venganza. El de una venganza inacabable, silenciosa y aparentemente débil.

Débil, como mis lágrimas al resbalar por mis mejillas. Frágil, como mis manos al desnudar lo que se escondía tras el brillo opaco de tu mirada.

Lanzo y comienzo el desafío a tu minucioso plan llevado a cabo entre las sábanas que nos cubrían en invierno, las flores que crecían a nuestro lado en primavera, la brisa que nos hacía sentir vivos cada tarde de verano, las hojas de otoño que pisábamos de la mano. Cada estación a mi lado, mientras tu sitio se encontraba al lado de alguien que no era yo.

Me haces sentir tan estúpida. Haces creerme tan inferior ahora… inferior al alto nivel de tu capacidad para despedazar las ilusiones de alguien.

Daré la espalda a tu recuerdo, al sonido de nuestros pasos, al colchón que guarda tu silueta, a la página de aquel periódico donde plasmaste el peor corazón dibujado que jamás vi, a los libros que llevan tu dedicatoria, a tu inútil encanto perpetuo, al olor vainilla de las velas reposadas sobre la noche, a cada regalo comprado para comprarme, a los te quiero cargados de veneno, a los besos plantados en mis labios para sellar mis dudas sin dar respuesta.

Cuando me pregunten, trataré de no admitir que dependí de tu sonrisa. Simplemente diré que la venganza es un plato que se sirve frío.

© Ana Ortiz A.

domingo, 5 de octubre de 2008

Y sonríes.

Con tus dedos enrredados en mis manos, sonríes.

Puedo amarte aún más,

aunque con la fuerza de los latidos

me duela hasta el corazón,

el alma.


Existencia sorprendente,

que embellece las pupilas

de aquel que observa tal rostro.

De repente, te pienso.

Escribo.


El sonido de las teclas que añoran tus labios,

tu frágil sonrisa.

Ojos que me convocan a esa mirada,

a recorrer cada parte del presente

aparente de la misma realidad,

sólo contigo.


Hablas, y a la vez completas mi fortuna,

mi suerte por poseer

lo más deseado.

Afición a tu aroma,

al despertar a tu lado.


Perderte entre la bruma de la noche,

de los sueños. Y entonces parpadear.

Sigues ahí, sonríes de nuevo.

Adoro el indicio de tus besos en mi piel.

© Ana Ortiz A.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Amor recíproco

Inventaría el silencio si me besas,

anhelando el momento en el que no estoy contigo

en el que tu ausencia

hiere al más insensible.

Amigos de antaño, deseos denegados

reflejados en el espejo que no devuelve imagen alguna.

Sobrevivo, dominado por la lujuria

sufriendo el desnivel de tu cuerpo,

segundo a segundo..

Ausente de todo movimiento,

torno mi mente a vacía y muda dejo mi garganta

alimentada de cenizas

surgidas entre la nada.

No importa el luego ni existe el ayer

mas el presente se ausenta

el gemido de una voz quebrantada,

sonido de una inquietud perpetua.

Tentación de lo jamás pensado,

incitación a desafiar la conciencia.

Enlazar lo desconocido, prohibido

con la realidad.

Exceder el límite del afecto,

corromper el pánico.

La claridad altera

lo que realmente persiste,

e impulsa las agujas del reloj.

No expreso confusión en un papel

sino amor indescriptible,

auténtico, puro

Recíproco.
© Ana Ortiz A.

Un segundo.. y dejó de llover


Mi nombre es Bert, vivo en Brooklyn desde que tengo cuarenta años, y hoy, cinco años después, siento que jamás me adaptaré a este sitio por muchos que pasen.

Sobrevivo refugiado en mi estudio fotográfico trabajando para la revista Angelical –motivo por el que me vine a vivir a Nueva York-, con el sinvivir de tomar fotografías de chicas a cada momento y sin poder establecer conversación con ninguna de ellas. Ni con ellas ni con nadie.

Me alejé de mi propia vida al huir de Canadá, de casa de mi padre –mi madre murió cuando yo tenía treinta y cinco años- ya que desde entonces, él no quería verme, ni escucharme. Decía que le recordaba a ella.

Bueno, la verdad es que quise hacerme creer a mí mismo que el abandonar Canadá se debía a mi padre, y no a Jacqueline; la mujer a la que pertenecían los labios cuyas últimas palabras fueron: “No puedo fingir más que soy feliz contigo.”

Ella era el motivo por el que aún podía sonreir, no podía aguantar un día más viviendo a menos de treinta minutos de sus manos. Ni treinta, ni cuarenta y cinco, ni dos horas…

Me ofrecieron un puesto de trabajo en Brooklyn como fotógrafo de una revista de moda que ni siquiera conocía, pero con tal de escapar de todo lo que entonces me rodeaba y quedarme tan solo con lo único que podía hacerme sentir mejor, lo acepté.

Al despegar el avión rumbo a Nueva York sentí que mi vida podía cambiar y volver a encaminarse hasta recuperar algo de felicidad de la que ya no me quedaba, y ni siquiera me molestaba en encontrar.

Instalado y con la mente y cuerpo asentados en el sucio y minúsculo piso que me asignaron, intenté convencerme de que era solo el principio, que estaba en Nueva York, ¡mi vida estaba en Nueva York!. Eso tenía que significar algo, ¿no?.

Podía tomármelo como el mal comienzo de un gran inicio.

Cada día comenzado entre esas sábanas rígidas acompañadas del olor y humedad de la lluvia me daban esperanzas continuamente para esperar un sol espléndido que no salió.

El temprano agobio de las siete y media de la mañana por ver las tostadas sin el color oscuro que adquieren al quemarse, el vaso de leche que siempre dejo olvidado y frío en la encimera de la cocina, la cuenta atrás para salir de casa que me persigue hasta el espejo del baño, donde intento reconocerme y creer que el día irá mejor.

En el armario me esperan un sinfín de camisetas que jamás me pondría para salir en Canadá. Sin embargo, Brooklyn hace que todo me de igual, que nada de eso, ni de lo que sea, me importe. Tomo la camiseta que más cerca esté de mi mano, sea lo fea que sea, y las botas que antes encuentre. Últimamente siempre llueve.

En compañía del paraguas que nunca me falta al salir de casa, camino con la lluvia a cuestas y subo al autobús tras unos veinte minutos de espera.

Llueve detrás de los cristales, y en mis pupilas se incrustan las gotas que me faltaron en Canadá, aquellos días encerrado en casa cuando lo único que esperaba era que lloviese.

Mi lugar de trabajo se encuentra en unos callejones demasiado solitarios. Más de lo que yo podría haber imaginado al aceptar el puesto de trabajo.

La puerta del estudio siempre se me hace difícil de abrir, me pregunto qué día dejaré de ver ese metal oxidado que me recibe al entrar a trabajar.

Mi mente torna a vacía al entrar por esa puerta, y sólo me importa una cosa; la fotografía. Siempre me ha acompañado en todo momento.

Tras recibir a las modelos en el estudio y hacerle las respectivas fotos, me marcho a casa. Sin hambre, la verdad, sabiendo lo que me espera. Una larga tarde de selección de fotos y a las pocas horas, cenar algo y dormir. Volver a enemistarme con las rígidas sábanas. Volver a reflexionar acerca de lo feo, triste y monótono que ha sido el día.

Y cada noche que reposo mi cuerpo en la cama, no termino de creerme que la vida que creí que me esperaba aquí, no haya aparecido.

Me llené la mente de ideas con respecto a la Nueva York de las películas. Vidas perfectas, americanos perfectos, trabajos perfectos, pisos perfectos… no, eso no es así. La única cosa perfecta y sin errores que ha tenido mi vida desde que estoy aquí es la fiel monotonía que nunca me abandona. Perfecta como la fea composición del color de este feo cielo que siempre se vuelve aún más feo cuando lo miro. Nunca me ha mostrado un rayo de luz.

Esto no es una película, es mi vida; no me gusta que esas nubes negras me cubran diariamente. Me importa demasiado que mi vida se reduzca a un cielo cubierto de desilusiones y con un pasado oscuro.

El autobús ha tardado hoy menos de lo normal en llegar; diez minutos.

Eso ha hecho que cambiase la pausa de mis ojos al detenerse en la lluvia, por fijarme en la gente y en la expresión inconfundible de sus rostros, que transmitía que a ellos no les esperaba un mal día.

Bajé del autobús con la mente en otro lugar, sin percatarme de la granizada que entonces empezó a caer. Me armé de valor y crucé lo más rápido que pude hasta detenerme al otro lado de la acera, donde la mujer más hermosa que hasta entonces había visto en Brooklyn estaba reparando en la camiseta –ahora empapada- que jamás habría escogido para caminar por Canadá.

La lluvia cesó, ella me lanzó una mirada rápida. Tan solo un segundo.

Segundo en el que olvidé mi estudio fotográfico, la monotonía de mi vida, las tostadas quemadas de por la mañana, la desilusión de no encontrar una nueva oportunidad para vivir, la lluvia, a Jacqueline. La única importancia que le estaba dando a mi vida en ese momento era el haber escogido mi feo atuendo…


© Ana Ortiz A.